14 de marzo de 2012

El prodigio. Part4


—Me importa a mí —insistí—. No me gusta mentir, por eso quiero tener un buen
motivo para hacerlo.
— ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
—Gracias.
Esperé, furiosa, echando chispas.
—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No.
—En tal caso... espero que disfrutes de la decepción.
Enfadados, .nos miramos el uno al otro, hasta que al final rompí el silencio intentando
concentrarme. Corría el peligro de que su rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como
intentar apartar la vista de un ángel destructor.
— ¿Por qué te molestaste en salvarme? —pregunté con toda la frialdad que pude.
Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro bellísimo fue
inesperadamente vulnerable.
—No lo sé —susurró.
Entonces me dio la espalda y se marchó.
Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder moverme. Cuando pude
andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al fondo del corredor.
La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a quienes conocía en
Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban fijamente. Charlie se acercó a toda
prisa. Levanté las manos.
—Estoy perfectamente —le aseguré, hosca. Seguía exasperada y no estaba de humor
para charlar.
— ¿Qué dijo el médico?
—El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y puedo irme a casa.
Suspiré. Mike y Jessica y Eric me esperaban y ahora se estaban acercando.
—Vamonos —le urgí.
Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y me condujo a las
puertas de cristal de la salida. Saludé tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza
de que comprendieran que no había de qué preocuparse. Fue un gran alivio subirme al coche
patrulla, era la primera vez que experimentaba esa sensación.
Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que apenas era
consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura de que esa actitud a la defensiva de
Edward en el pasillo no era sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que
difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis propios ojos.
Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:
—Eh... Esto... Tienes que llamar a Renée.
Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.
— ¡Se lo has dicho a mamá!
—Lo siento.
Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más fuerte de lo
necesario.
Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que asegurarle que estaba bien
por lo menos treinta veces antes de que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando
que en aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me resultó mucho más fácil de
lo que pensaba. El misterio que Edward representaba me consumía; aún más, él me
obsesionaba. Tonta. Tonta. Tonta. No tenía tantas ganas de huir de Forks como debiera, como
hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.

Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no dejaba de mirarme
con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el cuarto de baño al subir y me
tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando éste remitió.
Esa fue la primera noche que soñé con Edward Cullen.

El Prodigio. Part3


El interpelado alzó la mano para hacerle callar.
—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó entrever sus dientes
deslumbrantes. Se sentó en el borde de la cama de Tyler, me miró y volvió a sonreír con
suficiencia.
— ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme —me quejé—. ¿Por qué no te han
atado a una camilla como a nosotros?
—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a liberarte.
Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven, rubio y más guapo que
cualquier estrella de cine, aunque estaba pálido y ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo
que me había dicho Charlie, ése debía de ser el padre de Edward.
—Bueno, señorita Swan —dijo el doctor Cullen con una voz marcadamente seductora
—, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien —repetí, ojala fuera por última vez.
Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.
—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza? Edward me ha dicho
que se dio un golpe bastante fuerte.
—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba una rápida mirada de
enojo a Edward.
El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató cuando esbocé un
gesto de dolor.
— ¿Le duele? —preguntó.
—No mucho.
Había tenido jaquecas peores.
Oí una risita, busqué a Edward con la mirada y vi su sonrisa condescendiente.
Entrecerré los ojos con rabia.
—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede ir a casa con él,
pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno de visión.
— ¿No puedo ir a la escuela? —inquirí al imaginarme los intentos de Charlie por ser
atento.
—Hoy debería tomarse las cosas con calma.
Fulminé a Edward con la mirada.
— ¿Puede él ir a la escuela?
—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido —dijo con
suficiencia.
—En realidad —le corrigió el doctor Cullen— parece que la mayoría de los
estudiantes están en la sala de espera.
— ¡Oh, no! —gemí, cubriéndome el rostro con las manos.
El doctor Cullen enarcó las cejas.
— ¿Quiere quedarse aquí?
— ¡No, no! —insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde de la camilla y me
levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me tambaleé y el doctor Cullen me sostuvo.
Parecía preocupado.
—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena explicarle que mi falta
de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la cabeza.
—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió mientras me sujetaba.
—No me duele mucho —insistí.
—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa mientras firmaba mi
informe con una fioritura.

—La suerte fue que Edward estuviera a mi lado —le corregí mirando con dureza al
objeto de mi declaración.
—Ah, sí, bueno —musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado con los papeles que
tenía delante. Después, miró a Tyler y se marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que
el doctor estaba al tanto de todo.
—Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros un poquito más —
le dijo a Tyler, y empezó a examinar sus heridas.
Me acerqué a Edward en cuanto el doctor me dio la espalda.
— ¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se apartó un paso de
mí, con la mandíbula tensa.
—Tu padre te espera —dijo entre dientes.
Miré al doctor Cullen y a Tyler, e insistí:
—Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.
Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la gran sala. Casi tuve que
correr para seguirlo, pero se volvió para hacerme frente tan pronto como nos metimos en un
pequeño corredor.
— ¿Qué quieres? —preguntó molesto.
Su mirada era glacial y su hostilidad me intimidó, hablé con más severidad de la que
pretendía.
—Me debes una explicación —le recordé.
——Te salvé la vida. No te debo nada.
Retrocedí ante el resentimiento de su tono.
—Me lo prometiste.
—Bella, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué hablas.
Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto desafiante.
—No me pasaba nada en la cabeza.
Me devolvió la mirada de desafío.
— ¿Qué quieres de mí, Bella?
—Quiero saber la verdad —dije—. Quiero saber por qué miento por ti.
— ¿Qué crees que pasó? —preguntó bruscamente.
—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada— es que no estabas cerca de mí,
en absoluto, y Tyler tampoco te vio, de modo que no me vengas con eso de que me he dado
un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos
dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has
salido ileso. Y luego la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas...
Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de continuar. Sentí que los ojos
se me llenaban de lágrimas de pura rabia. Rechiné los dientes para intentar contenerlas.
Edward me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y permanecía a la
defensiva.
— ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?
Su voz cuestionaba mi cordura, pero sólo sirvió para alimentar más mis sospechas, ya
que parecía la típica frase perfecta que pronuncia un actor consumado. Apreté la mandíbula y
me limité a asentir con la cabeza.
—Nadie te va a creer, ya lo sabes.
Su voz contenía una nota de burla y desdén.
—No se lo voy a decir a nadie.
Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra, controlando mi enfado con
cuidado. La sorpresa recorrió su rostro.
—Entonces, ¿qué importa?

El Prodigio. Part2


— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste
aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó
cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro,
lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa
de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose
entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un
tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas
al lado de tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que
acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a
reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo
crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT
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y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para
desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con
vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la
cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín.
Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en
la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que me pusieran a
salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me
detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente.
Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el
parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de

Edward, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el
bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos con una gama de
expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de
preocupación por la integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación
que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me
sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente
las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas
separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un
termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para
concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín
por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré
debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla
hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de
los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que
el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras
hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla
izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron a utilizar una
camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de
encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que
no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la
enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la
sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose
por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los
ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la
mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.

El prodigio. Part1~


EL PRODIGIO
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un
día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el
camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado,
recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo
la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando
el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos
sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad
en lugar de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La
perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el
estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos
amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a
Edward Cullen, lo cual era una soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo,
debería evitarlo a toda costa. Además, desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos.
Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua
cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en
ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de
hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin
llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba claro, el día iba a ser
una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor a sucumbir, a
entregarme a especulaciones no deseadas sobre Edward Cullen, pensé en Mike y en Eric, y en
la evidente diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y los de Phoenix.
Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me
habían visto pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún
pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar donde
escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se
consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me encasillaban en el papel de
damisela en apuros. Fuera cual fuera la razón, me desconcertaba que Mike se comportara
como un perrito faldero y que Eric se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar
desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera
cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena
de caos en Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido
percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera del
monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por

finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos
del coche. Se me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien
cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella
repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido
extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltada,
alcé la vista.
Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas,
sino que el flujo de adrenalina hizo que mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera
asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.
Edward Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me miraba con rostro de
espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión
horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro que
patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y que dio un brutal trompo
sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del monovolumen, y yo
estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba,
inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta
golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra
el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida
en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de
advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera
del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.
Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición en voz baja, y era
imposible no reconocerla. Dos grandes manos blancas se extendieron delante de mí para
protegerme y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma
providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la
furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De
repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba.
Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco
crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó
pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó
exactamente donde hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes de que todo el mundo
se pusiera a chillar. Oí a más de un persona que me llamaba en la repentina locura que se
desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz
suave y desesperada de Edward Cullen que me hablaba al oído.
— ¿Bella? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de
que me apretaba contra su costado con mano de acero.
—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen
porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.
— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que intentaba contener la risa.

11 de marzo de 2012

Libro abierto. Part6.


Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con transparencias del
retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el microscopio, pero era incapaz de
controlar mis pensamientos.
Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula con la misma rapidez
y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré fijamente.
Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé meneando el
rabo.
— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran exactamente iguales. ¡Qué
suerte tener a Cullen como compañero!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición, pero me arrepentí
inmediatamente y antes de que se molestara añadí—: Es que ya he hecho esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos poníamos los
impermeables. No parecía demasiado complacido.
Intenté mostrar indiferencia y dije:
—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.
No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos encaminábamos hacia
el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación física. Mike formaba parte de mi
equipo ese día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la suya, por lo que
pude pasar el tiempo pensando en las musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis
compañeros de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.
La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento, pero me
sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por
una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la cremallera del
impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo mojado para que se secara mientras volvía a
casa.
Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me percaté de una
figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen, que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo
a unos tres coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás
tan deprisa que estuve a punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte
para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi monovolumen
podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro lado de mi coche, y volví a
meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando pasé
junto al Volvo, pero juraría que lo vi reírse cuando le miré de soslayo.

Libro Abierto. Part5


Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor
Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a
nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase por el
microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las
cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos seáis
compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de
nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a
apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Jessica durante el
almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal
como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha,
y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que acababa de decir.
Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena
educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros
que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba simpático—.
¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la
insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho
tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una afirmación, no
una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una
manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La
separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a
vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto
interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo
que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco
años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al
profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo
mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que
iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre
me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con
alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y
estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto,
pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia
entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

Libro abierto. Part4


Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento
estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del
almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de
Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve
unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre, ya que
parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la
puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba
cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la
cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase
de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba
repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos
minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé
unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la
puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado
que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y
despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de
champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios
perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la
semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se
comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me
ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de
llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me
sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar
atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban
desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las
células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente.
No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para
verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.

Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude
contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era
mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería
resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente
el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva.
Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero
antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la
mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. Lo
miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había
necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de
trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por
encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más
fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo
apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el microscopio, pero me acobardó su
caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera comparaban dos
diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Edward... sin
éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la
mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso
color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la
tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más
oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado
tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me
estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.

14 de marzo de 2012

El prodigio. Part4


—Me importa a mí —insistí—. No me gusta mentir, por eso quiero tener un buen
motivo para hacerlo.
— ¿Es que no me lo puedes agradecer y punto?
—Gracias.
Esperé, furiosa, echando chispas.
—No vas a dejarlo correr, ¿verdad?
—No.
—En tal caso... espero que disfrutes de la decepción.
Enfadados, .nos miramos el uno al otro, hasta que al final rompí el silencio intentando
concentrarme. Corría el peligro de que su rostro, hermoso y lívido, me distrajera. Era como
intentar apartar la vista de un ángel destructor.
— ¿Por qué te molestaste en salvarme? —pregunté con toda la frialdad que pude.
Se hizo una pausa y durante un breve momento su rostro bellísimo fue
inesperadamente vulnerable.
—No lo sé —susurró.
Entonces me dio la espalda y se marchó.
Estaba tan enfadada que necesité unos minutos antes de poder moverme. Cuando pude
andar, me dirigí lentamente hacia la salida que había al fondo del corredor.
La sala de espera superaba mis peores temores. Todos aquellos a quienes conocía en
Forks parecían hallarse presentes, y todos me miraban fijamente. Charlie se acercó a toda
prisa. Levanté las manos.
—Estoy perfectamente —le aseguré, hosca. Seguía exasperada y no estaba de humor
para charlar.
— ¿Qué dijo el médico?
—El doctor Cullen me ha reconocido, asegura que estoy bien y puedo irme a casa.
Suspiré. Mike y Jessica y Eric me esperaban y ahora se estaban acercando.
—Vamonos —le urgí.
Sin llegar a tocarme, Charlie me rodeó la espalda con un brazo y me condujo a las
puertas de cristal de la salida. Saludé tímidamente con la mano a mis amigos con la esperanza
de que comprendieran que no había de qué preocuparse. Fue un gran alivio subirme al coche
patrulla, era la primera vez que experimentaba esa sensación.
Viajábamos en silencio. Estaba tan ensimismada en mis cosas que apenas era
consciente de la presencia de Charlie. Estaba segura de que esa actitud a la defensiva de
Edward en el pasillo no era sino la confirmación de unos sucesos tan extraños que
difícilmente me hubiera creído de no haberlos visto con mis propios ojos.
Cuando llegamos a casa, Charlie habló al fin:
—Eh... Esto... Tienes que llamar a Renée.
Embargado por la culpa, agachó la cabeza. Me espanté.
— ¡Se lo has dicho a mamá!
—Lo siento.
Al bajarme, cerré la puerta del coche patrulla con un portazo más fuerte de lo
necesario.
Mi madre se había puesto histérica, por supuesto. Tuve que asegurarle que estaba bien
por lo menos treinta veces antes de que se calmara. Me rogó que volviera a casa, olvidando
que en aquel momento estaba vacía, pero resistir a sus súplicas me resultó mucho más fácil de
lo que pensaba. El misterio que Edward representaba me consumía; aún más, él me
obsesionaba. Tonta. Tonta. Tonta. No tenía tantas ganas de huir de Forks como debiera, como
hubiera tenido cualquier persona normal y cuerda.

Decidí que sería mejor acostarme temprano esa noche. Charlie no dejaba de mirarme
con preocupación y eso me sacaba de quicio. Me detuve en el cuarto de baño al subir y me
tomé tres pastillas de Tylenol. Calmaron el dolor y me fui a dormir cuando éste remitió.
Esa fue la primera noche que soñé con Edward Cullen.

El Prodigio. Part3


El interpelado alzó la mano para hacerle callar.
—No hay culpa sin sangre —le dijo con una sonrisa que dejó entrever sus dientes
deslumbrantes. Se sentó en el borde de la cama de Tyler, me miró y volvió a sonreír con
suficiencia.
— ¿Bueno, cuál es el diagnóstico?
—No me pasa nada, pero no me dejan marcharme —me quejé—. ¿Por qué no te han
atado a una camilla como a nosotros?
—Tengo enchufe —respondió—, pero no te preocupes, voy a liberarte.
Entonces entró un doctor y me quedé boquiabierta. Era joven, rubio y más guapo que
cualquier estrella de cine, aunque estaba pálido y ojeroso; se le notaba cansado. A tenor de lo
que me había dicho Charlie, ése debía de ser el padre de Edward.
—Bueno, señorita Swan —dijo el doctor Cullen con una voz marcadamente seductora
—, ¿cómo se encuentra?
—Estoy bien —repetí, ojala fuera por última vez.
Se dirigió hacia la mesa de luz vertical de la pared y la encendió.
—Las radiografías son buenas —dijo—. ¿Le duele la cabeza? Edward me ha dicho
que se dio un golpe bastante fuerte.
—Estoy perfectamente —repetí con un suspiro mientras lanzaba una rápida mirada de
enojo a Edward.
El médico me examinó la cabeza con sus fríos dedos. Se percató cuando esbocé un
gesto de dolor.
— ¿Le duele? —preguntó.
—No mucho.
Había tenido jaquecas peores.
Oí una risita, busqué a Edward con la mirada y vi su sonrisa condescendiente.
Entrecerré los ojos con rabia.
—De acuerdo, su padre se encuentra en la sala de espera. Se puede ir a casa con él,
pero debe regresar rápidamente si siente mareos o algún trastorno de visión.
— ¿No puedo ir a la escuela? —inquirí al imaginarme los intentos de Charlie por ser
atento.
—Hoy debería tomarse las cosas con calma.
Fulminé a Edward con la mirada.
— ¿Puede él ir a la escuela?
—Alguien ha de darles la buena nueva de que hemos sobrevivido —dijo con
suficiencia.
—En realidad —le corrigió el doctor Cullen— parece que la mayoría de los
estudiantes están en la sala de espera.
— ¡Oh, no! —gemí, cubriéndome el rostro con las manos.
El doctor Cullen enarcó las cejas.
— ¿Quiere quedarse aquí?
— ¡No, no! —insistí al tiempo que sacaba las piernas por el borde de la camilla y me
levantaba con prisa, con demasiada prisa, porque me tambaleé y el doctor Cullen me sostuvo.
Parecía preocupado.
—Me encuentro bien —volví a asegurarle. No merecía la pena explicarle que mi falta
de equilibrio no tenía nada que ver con el golpe en la cabeza.
—Tome unas pastillas de Tylenol contra el dolor —sugirió mientras me sujetaba.
—No me duele mucho —insistí.
—Parece que ha tenido muchísima suerte —dijo con una sonrisa mientras firmaba mi
informe con una fioritura.

—La suerte fue que Edward estuviera a mi lado —le corregí mirando con dureza al
objeto de mi declaración.
—Ah, sí, bueno —musitó el doctor Cullen, súbitamente ocupado con los papeles que
tenía delante. Después, miró a Tyler y se marchó a la cama contigua. Tuve la intuición de que
el doctor estaba al tanto de todo.
—Lamento decirle que usted se va a tener que quedar con nosotros un poquito más —
le dijo a Tyler, y empezó a examinar sus heridas.
Me acerqué a Edward en cuanto el doctor me dio la espalda.
— ¿Puedo hablar contigo un momento? —murmuré muy bajo. Se apartó un paso de
mí, con la mandíbula tensa.
—Tu padre te espera —dijo entre dientes.
Miré al doctor Cullen y a Tyler, e insistí:
—Quiero hablar contigo a solas, si no te importa.
Me miró con ira, me dio la espalda y anduvo a trancos por la gran sala. Casi tuve que
correr para seguirlo, pero se volvió para hacerme frente tan pronto como nos metimos en un
pequeño corredor.
— ¿Qué quieres? —preguntó molesto.
Su mirada era glacial y su hostilidad me intimidó, hablé con más severidad de la que
pretendía.
—Me debes una explicación —le recordé.
——Te salvé la vida. No te debo nada.
Retrocedí ante el resentimiento de su tono.
—Me lo prometiste.
—Bella, te diste un fuerte golpe en la cabeza, no sabes de qué hablas.
Lo dijo de forma cortante. Me enfadé y le miré con gesto desafiante.
—No me pasaba nada en la cabeza.
Me devolvió la mirada de desafío.
— ¿Qué quieres de mí, Bella?
—Quiero saber la verdad —dije—. Quiero saber por qué miento por ti.
— ¿Qué crees que pasó? —preguntó bruscamente.
—Todo lo que sé —le contesté de forma atropellada— es que no estabas cerca de mí,
en absoluto, y Tyler tampoco te vio, de modo que no me vengas con eso de que me he dado
un golpe muy fuerte en la cabeza. La furgoneta iba a matarnos, pero no lo hizo. Tus manos
dejaron abolladuras tanto en la carrocería de la furgoneta como en el coche marrón, pero has
salido ileso. Y luego la sujetaste cuando me iba a aplastar las piernas...
Me di cuenta de que parecía una locura y fui incapaz de continuar. Sentí que los ojos
se me llenaban de lágrimas de pura rabia. Rechiné los dientes para intentar contenerlas.
Edward me miró con incredulidad, pero su rostro estaba tenso y permanecía a la
defensiva.
— ¿Crees que aparté a pulso una furgoneta?
Su voz cuestionaba mi cordura, pero sólo sirvió para alimentar más mis sospechas, ya
que parecía la típica frase perfecta que pronuncia un actor consumado. Apreté la mandíbula y
me limité a asentir con la cabeza.
—Nadie te va a creer, ya lo sabes.
Su voz contenía una nota de burla y desdén.
—No se lo voy a decir a nadie.
Hablé despacio, pronunciando lentamente cada palabra, controlando mi enfado con
cuidado. La sorpresa recorrió su rostro.
—Entonces, ¿qué importa?

El Prodigio. Part2


— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste
aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó
cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro,
lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa
de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose
entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un
tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas
al lado de tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que
acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a
reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo
crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT
1
y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para
desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con
vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la
cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín.
Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en
la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que me pusieran a
salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me
detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente.
Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el
parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de

Edward, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el
bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos con una gama de
expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de
preocupación por la integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación
que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me
sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente
las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas
separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un
termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para
concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín
por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré
debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla
hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de
los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que
el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras
hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla
izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron a utilizar una
camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de
encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que
no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la
enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la
sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose
por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los
ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la
mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.

El prodigio. Part1~


EL PRODIGIO
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un
día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el
camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado,
recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo
la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando
el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos
sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad
en lugar de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La
perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el
estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos
amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a
Edward Cullen, lo cual era una soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo,
debería evitarlo a toda costa. Además, desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos.
Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua
cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en
ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de
hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin
llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba claro, el día iba a ser
una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor a sucumbir, a
entregarme a especulaciones no deseadas sobre Edward Cullen, pensé en Mike y en Eric, y en
la evidente diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y los de Phoenix.
Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me
habían visto pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún
pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar donde
escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se
consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me encasillaban en el papel de
damisela en apuros. Fuera cual fuera la razón, me desconcertaba que Mike se comportara
como un perrito faldero y que Eric se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar
desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera
cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena
de caos en Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido
percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera del
monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por

finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos
del coche. Se me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien
cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella
repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido
extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltada,
alcé la vista.
Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas,
sino que el flujo de adrenalina hizo que mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera
asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.
Edward Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me miraba con rostro de
espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión
horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro que
patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y que dio un brutal trompo
sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del monovolumen, y yo
estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba,
inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta
golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra
el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida
en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de
advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera
del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.
Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición en voz baja, y era
imposible no reconocerla. Dos grandes manos blancas se extendieron delante de mí para
protegerme y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma
providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la
furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De
repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba.
Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco
crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó
pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó
exactamente donde hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes de que todo el mundo
se pusiera a chillar. Oí a más de un persona que me llamaba en la repentina locura que se
desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz
suave y desesperada de Edward Cullen que me hablaba al oído.
— ¿Bella? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de
que me apretaba contra su costado con mano de acero.
—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen
porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.
— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que intentaba contener la risa.

11 de marzo de 2012

Libro abierto. Part6.


Traté de fingir atención mientras el señor Banner mostraba con transparencias del
retroproyector lo que yo había visto sin dificultad en el microscopio, pero era incapaz de
controlar mis pensamientos.
Cuando al fin el timbre sonó, Edward se apresuró a salir del aula con la misma rapidez
y elegancia del pasado lunes. Y, como el lunes pasado, le miré fijamente.
Mike acudió brincando a mi lado y me recogió los libros. Le imaginé meneando el
rabo.
— ¡Qué rollo! —gimió—. Todas las diapositivas eran exactamente iguales. ¡Qué
suerte tener a Cullen como compañero!
—No tuve ninguna dificultad —dije, picada por su suposición, pero me arrepentí
inmediatamente y antes de que se molestara añadí—: Es que ya he hecho esta práctica.
—Hoy Cullen estuvo bastante amable —comentó mientras nos poníamos los
impermeables. No parecía demasiado complacido.
Intenté mostrar indiferencia y dije:
—Me pregunto qué mosca le picaría el lunes.
No presté ninguna atención a la cháchara de Mike mientras nos encaminábamos hacia
el gimnasio y tampoco estuve atenta en clase de Educación física. Mike formaba parte de mi
equipo ese día y muy caballerosamente cubrió tanto mi posición como la suya, por lo que
pude pasar el tiempo pensando en las musarañas salvo cuando me tocaba sacar a mí. Mis
compañeros de equipo se agachaban rápidamente cada vez que me tocaba servir.
La lluvia se había convertido en niebla cuando anduve hacia el aparcamiento, pero me
sentí mejor al entrar en la seca cabina del monovolumen. Encendí la calefacción sin que, por
una vez, me importase el ruido del motor, que tanto me atontaba. Abrí la cremallera del
impermeable, bajé la capucha y ahuequé mi pelo mojado para que se secara mientras volvía a
casa.
Miré alrededor antes de dar marcha atrás. Fue entonces cuando me percaté de una
figura blanca e inmóvil, la de Edward Cullen, que se apoyaba en la puerta delantera del Volvo
a unos tres coches de distancia y me miraba fijamente. Aparté la vista y metí la marcha atrás
tan deprisa que estuve a punto de chocar contra un Toyota Corola oxidado. Fue una suerte
para el Toyota que pisara el freno con fuerza. Era la clase de coche que mi monovolumen
podía reducir a chatarra. Respiré hondo, aún con la vista al otro lado de mi coche, y volví a
meter la marcha con más cuidado y éxito. Seguía con la mirada hacia delante cuando pasé
junto al Volvo, pero juraría que lo vi reírse cuando le miré de soslayo.

Libro Abierto. Part5


Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor
Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a
nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase por el
microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las
cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos seáis
compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de
nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a
apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Jessica durante el
almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal
como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha,
y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que acababa de decir.
Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena
educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros
que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba simpático—.
¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la
insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho
tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una afirmación, no
una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una
manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La
separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a
vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto
interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo
que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco
años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al
profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo
mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que
iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre
me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con
alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y
estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto,
pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia
entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

Libro abierto. Part4


Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento
estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del
almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de
Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve
unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre, ya que
parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la
puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba
cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la
cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase
de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba
repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos
minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé
unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la
puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado
que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y
despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de
champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios
perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la
semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se
comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me
ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de
llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me
sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar
atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban
desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las
células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente.
No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para
verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.

Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude
contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era
mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería
resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente
el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva.
Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero
antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la
mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. Lo
miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había
necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de
trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por
encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más
fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo
apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el microscopio, pero me acobardó su
caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera comparaban dos
diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Edward... sin
éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la
mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso
color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la
tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más
oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado
tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me
estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.