11 de marzo de 2012

Primer encuentro. Part 9


Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro aniñado y el pelo rubio en
punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no
parecía creer que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
— ¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—Es también mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una escuela tan pequeña.
Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda la conversación, lo
cual fue un alivio. Había vivido en California hasta los diez años, por eso entendía cómo me
sentía ante la ausencia del sol. Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel
día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo había visto comportarse
de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al
parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
— ¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología? pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido. —No lo sé —le respondí—.
No he hablado con él. —Es un tipo raro —Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al
vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.
Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba
claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero
no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos
años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi
infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me
dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había dado, y recibido, cuando
jugaba al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la
oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era
más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina. Edward
Cullen se encontraba de pie, enfrente del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado
pelo castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo,
a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de
Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra cosa, algo que había
sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. La causa de su aspecto
contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel desconocido
sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento helado hizo susurrar los
papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se
limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero
Edward Cullen se envaró y se giró ——su agraciado rostro parecía ridículo— para
traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un

estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no
duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró
hacia la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda.
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el rostro lívido en lugar de
colorado— y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.
— ¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de de forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.

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11 de marzo de 2012

Primer encuentro. Part 9


Al alzar la vista me encontré con un chico guapo, de rostro aniñado y el pelo rubio en
punta cuidadosamente arreglado con gel. Me dirigió una sonrisa amable. Obviamente, no
parecía creer que yo oliera mal.
—Bella —le corregí, con una sonrisa.
—Me llamo Mike.
—Hola, Mike.
— ¿Necesitas que te ayude a encontrar la siguiente clase?
—Voy al gimnasio, y creo que lo puedo encontrar.
—Es también mi siguiente clase.
Parecía emocionado, aunque no era una gran coincidencia en una escuela tan pequeña.
Fuimos juntos. Hablaba por los codos e hizo el gasto de casi toda la conversación, lo
cual fue un alivio. Había vivido en California hasta los diez años, por eso entendía cómo me
sentía ante la ausencia del sol. Resultó ser la persona más agradable que había conocido aquel
día.
Pero cuando íbamos a entrar al gimnasio me preguntó:
—Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo había visto comportarse
de ese modo.
Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al
parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.
— ¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología? pregunté sin malicia.
—Sí —respondió—. Tenía cara de dolor o algo parecido. —No lo sé —le respondí—.
No he hablado con él. —Es un tipo raro —Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al
vestuario—. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.
Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba
claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.
El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero
no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos
años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi
infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.
Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me
dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había dado, y recibido, cuando
jugaba al voleibol.
Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la
oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era
más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para protegerme.
Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina. Edward
Cullen se encontraba de pie, enfrente del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado
pelo castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo,
a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.
Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de
Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.
No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra cosa, algo que había
sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. La causa de su aspecto
contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel desconocido
sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.
La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento helado hizo susurrar los
papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se
limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero
Edward Cullen se envaró y se giró ——su agraciado rostro parecía ridículo— para
traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un

estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no
duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró
hacia la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:
—Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda.
Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.
Me dirigí con timidez hacia el escritorio —por una vez con el rostro lívido en lugar de
colorado— y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.
— ¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? —me preguntó de de forma maternal.
—Bien —mentí con voz débil.
No pareció muy convencida.

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