29 de junio de 2012
Grupo Sanguíneo;Part5
El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me
puse en pie de un salto.
—Vamos a llegar tarde.
—Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas
podía verse.
— ¿Por qué no?
—Es saludable hacer novillos de vez en cuando —dijo mientras me sonreía, pero en sus
ojos relucía la preocupación.
—Bueno, yo sí voy.
Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el
tapón.
—En ese caso, te veré luego.
Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre
después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.
Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor
velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación
con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.
Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé
rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Mike como Angela no dejaban de
mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.
Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía
equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de
Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.
—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.
El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal
augurio.
—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo —continuó
mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En
segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo similar a un
peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula
pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se
me revolvió estómago.
—Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo
que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike,
depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con
cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.
Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta.
Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.
—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración.
Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se
revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.
Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré
los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.
—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger
donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro
grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a
necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.
Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura
superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente.
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29 de junio de 2012
Grupo Sanguíneo;Part5
El silencio se prolongó hasta que me percaté de que la cafetería estaba casi vacía. Me
puse en pie de un salto.
—Vamos a llegar tarde.
—Hoy no voy a ir a clase —dijo mientras daba vueltas al tapón tan deprisa que apenas
podía verse.
— ¿Por qué no?
—Es saludable hacer novillos de vez en cuando —dijo mientras me sonreía, pero en sus
ojos relucía la preocupación.
—Bueno, yo sí voy.
Era demasiado cobarde para arriesgarme a que me pillaran. Concentró su atención en el
tapón.
—En ese caso, te veré luego.
Indecisa, vacilé, pero me apresuré a salir en cuanto sonó el primer toque del timbre
después de confirmar con una última mirada que él no se había movido ni un centímetro.
Mientras me dirigía a clase, casi a la carrera, la cabeza me daba vueltas a mayor
velocidad que el tapón del botellín. Me había respondido a pocas preguntas en comparación
con las muchas que había suscitado. Al menos, había dejado de llover.
Tuve suerte. El señor Banner no había entrado aún en clase cuando llegué. Me instalé
rápidamente en mi asiento, consciente de que tanto Mike como Angela no dejaban de
mirarme. Mike parecía resentido y Angela sorprendida, y un poco intimidada.
Entonces entró en clase el señor Banner y llamó al orden a los alumnos. Hacía
equilibrios para sostener en brazos unas cajitas de cartón. Las soltó encima de la mesa de
Mike y le dijo que comenzara a distribuirlas por la clase.
—De acuerdo, chicos, quiero que todos toméis un objeto de las cajas.
El sonido estridente de los guantes de goma contra sus muñecas se me antojó de mal
augurio.
—El primero contiene una tarjeta de identificación del grupo sanguíneo —continuó
mientras tomaba una tarjeta blanca con las cuatro esquinas marcadas y la exhibía—. En
segundo lugar, tenemos un aplacador de cuatro puntas —sostuvo en alto algo similar a un
peine sin dientes—. El tercer objeto es una micro—lanceta esterilizada —alzó una minúscula
pieza de plástico azul y la abrió. La aguja de la lanceta era invisible a esa distancia, pero se
me revolvió estómago.
—Voy a pasar con un cuentagotas con suero para preparar vuestras tarjetas, de modo
que, por favor, no empecéis hasta que pase yo... —comenzó de nuevo por la mesa de Mike,
depositando con esmero una gota de agua en cada una de las cuatro esquinas—. Luego, con
cuidado, quiero que os pinchéis un dedo con la lanceta.
Tomó la mano de Mike y le punzó la yema del dedo corazón con la punta de la lanceta.
Oh, no. Un sudor viscoso me cubrió la frente.
—Depositad una gotita de sangre en cada una de las puntas —hizo una demostración.
Apretó el dedo de Mike hasta que fluyó la sangre. Tragué de forma convulsiva, el estómago se
revolvió aún más—. Entonces las aplicáis a la tarjeta del test —concluyó.
Sostuvo en alto la goteante tarjeta roja delante de nosotros para que la viéramos. Cerré
los ojos, intenté oír por encima del pitido de mis oídos.
—El próximo fin de semana, la Cruz Roja se detiene en Port Angeles para recoger
donaciones de sangre, por lo que he pensado que todos vosotros deberíais conocer vuestro
grupo sanguíneo —parecía orgulloso de sí mismo—. Los menores de dieciocho años vais a
necesitar un permiso de vuestros padres... Hay hojas de autorización encima de mi mesa.
Siguió cruzando la clase con el cuentagotas. Descansé la mejilla contra la fría y oscura
superficie de la mesa, intentando mantenerme consciente.
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