28 de junio de 2012

Las invitaciones; Part3


—Me preguntaba si... Bueno..., si tal vez tenías intención de pedírmelo tú.
Me tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la oleada de culpabilidad
que recorría todo mi ser, pero con el rabillo del ojo vi que Edward inclinaba la cabeza hacia
mí con gesto de reflexión.
—Mike, creo que deberías aceptar la propuesta de Jess —le dije.
— ¿Se lo has pedido ya a alguien?
¿Se había percatado Edward de que Mike posaba los ojos en él?
—No —le aseguré—. No tengo intención de acudir al baile.
— ¿Por qué? —quiso saber Mike.
No deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía para mi integridad, por lo
que improvisé nuevos planes sobre la marcha.
—Ese sábado voy a ir a Seattle —le expliqué. De todos modos, necesitaba salir del
pueblo y era el momento perfecto para hacerlo.
— ¿No puedes ir otro fin de semana?
—Lo siento, pero no —respondí—. No deberías hacer esperar a Jessica más tiempo. Es
de mala educación.
—Sí, tienes razón —masculló y, abatido, se dio la vuelta para volver a su asiento.
Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de desterrar de mi mente
los sentimientos de culpa y lástima. El señor Banner comenzó a hablar. Suspiré y abrí los
ojos.
Edward me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de frustración de sus ojos
negros era ahora aún más perceptible.
Le devolví la mirada, esperando que él apartara la suya, pero en lugar de eso, continuó
estudiando mis ojos a fondo y con gran intensidad. Me comenzaron a temblar las manos.
— ¿Señor Cullen? —le llamó el profesor, que aguardaba la respuesta a una pregunta
que yo no había escuchado.
—El ciclo de Krebs —respondió Edward; parecía reticente mientras se volvía para
mirar al señor Banner.
Clavé la vista en el libro en cuanto los ojos de Edward me liberaron, intentando
centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé caer el pelo sobre el hombro derecho para ocultar
el rostro. No era capaz de creer el torrente de emociones que palpitaba en mi interior, y sólo
porque había tenido a bien mirarme por primera vez en seis semanas. No podía permitirle
tener ese grado de influencia sobre mí. Era patético; más que patético, era enfermizo.
Intenté ignorarle con todas mis fuerzas durante el resto de la hora y, dado que era
imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de él. Me volví de espaldas a él
cuando al fin sonó la campana, esperando que, como de costumbre, se marchara de inmediato.
— ¿Bella?
Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera conocido toda la vida en
vez de tan sólo unas pocas semanas antes.
Sin querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía que iba a sentir cuando
contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una expresión cauta cuando al fin me giré hacia
él. La suya era inescrutable. No dijo nada.
— ¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? —le pregunté finalmente con una
involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus labios se curvaron, escondiendo una sonrisa.
—No, en realidad no —admitió.
Cerré los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que me rechinaban los dientes.
El aguardó.
—Entonces, ¿qué quieres, Edward? —le pregunté sin abrir los ojos; era más fácil
hablarle con coherencia de esa manera.

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28 de junio de 2012

Las invitaciones; Part3


—Me preguntaba si... Bueno..., si tal vez tenías intención de pedírmelo tú.
Me tomé un momento de respiro, soportando a duras penas la oleada de culpabilidad
que recorría todo mi ser, pero con el rabillo del ojo vi que Edward inclinaba la cabeza hacia
mí con gesto de reflexión.
—Mike, creo que deberías aceptar la propuesta de Jess —le dije.
— ¿Se lo has pedido ya a alguien?
¿Se había percatado Edward de que Mike posaba los ojos en él?
—No —le aseguré—. No tengo intención de acudir al baile.
— ¿Por qué? —quiso saber Mike.
No deseaba ponerle al tanto de los riesgos que bailar suponía para mi integridad, por lo
que improvisé nuevos planes sobre la marcha.
—Ese sábado voy a ir a Seattle —le expliqué. De todos modos, necesitaba salir del
pueblo y era el momento perfecto para hacerlo.
— ¿No puedes ir otro fin de semana?
—Lo siento, pero no —respondí—. No deberías hacer esperar a Jessica más tiempo. Es
de mala educación.
—Sí, tienes razón —masculló y, abatido, se dio la vuelta para volver a su asiento.
Cerré los ojos y me froté las sienes con los dedos en un intento de desterrar de mi mente
los sentimientos de culpa y lástima. El señor Banner comenzó a hablar. Suspiré y abrí los
ojos.
Edward me miraba con curiosidad, aquel habitual punto de frustración de sus ojos
negros era ahora aún más perceptible.
Le devolví la mirada, esperando que él apartara la suya, pero en lugar de eso, continuó
estudiando mis ojos a fondo y con gran intensidad. Me comenzaron a temblar las manos.
— ¿Señor Cullen? —le llamó el profesor, que aguardaba la respuesta a una pregunta
que yo no había escuchado.
—El ciclo de Krebs —respondió Edward; parecía reticente mientras se volvía para
mirar al señor Banner.
Clavé la vista en el libro en cuanto los ojos de Edward me liberaron, intentando
centrarme. Tan cobarde como siempre, dejé caer el pelo sobre el hombro derecho para ocultar
el rostro. No era capaz de creer el torrente de emociones que palpitaba en mi interior, y sólo
porque había tenido a bien mirarme por primera vez en seis semanas. No podía permitirle
tener ese grado de influencia sobre mí. Era patético; más que patético, era enfermizo.
Intenté ignorarle con todas mis fuerzas durante el resto de la hora y, dado que era
imposible, que al menos no supiera que estaba pendiente de él. Me volví de espaldas a él
cuando al fin sonó la campana, esperando que, como de costumbre, se marchara de inmediato.
— ¿Bella?
Su voz no debería resultarme tan familiar, como si la hubiera conocido toda la vida en
vez de tan sólo unas pocas semanas antes.
Sin querer, me volví lentamente. No quería sentir lo que sabía que iba a sentir cuando
contemplase aquel rostro tan perfecto. Tenía una expresión cauta cuando al fin me giré hacia
él. La suya era inescrutable. No dijo nada.
— ¿Qué? ¿Me vuelves a dirigir la palabra? —le pregunté finalmente con una
involuntaria nota de petulancia en la voz. Sus labios se curvaron, escondiendo una sonrisa.
—No, en realidad no —admitió.
Cerré los ojos e inspiré hondo por la nariz, consciente de que me rechinaban los dientes.
El aguardó.
—Entonces, ¿qué quieres, Edward? —le pregunté sin abrir los ojos; era más fácil
hablarle con coherencia de esa manera.

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