EL PRODIGIO
Algo había cambiado cuando abrí los ojos por la mañana.
Era la luz, algo más clara aunque siguiera teniendo el matiz gris verdoso propio de un
día nublado en el bosque. Comprendí que faltaba la niebla que solía envolver mi ventana.
Me levanté de la cama de un salto para mirar fuera y gemí de pavor.
Una fina capa de nieve cubría el césped y el techo de mi coche, y blanqueaba el
camino, pero eso no era lo peor. Toda la lluvia del día anterior se había congelado,
recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo
la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Ya me costaba mucho no caerme cuando
el suelo estaba seco; tal vez fuera más seguro que volviera a la cama.
Charlie se había marchado al trabajo antes de que yo bajara las escaleras. En muchos
sentidos, vivir con él era como tener mi propia casa y me encontraba disfrutando de la soledad
en lugar de sentirme sola.
Engullí un cuenco de cereales y bebí un poco de zumo de naranja a morro. La
perspectiva de ir al instituto me emocionaba, y me asustaba saber que la causa no era el
estimulante entorno educativo que me aguardaba ni la perspectiva de ver a mis nuevos
amigos. Si no quería engañarme, debía admitir que deseaba acudir al instituto para ver a
Edward Cullen, lo cual era una soberana tontería.
Después de que el día anterior balbuceara como una idiota y me pusiera en ridículo,
debería evitarlo a toda costa. Además, desconfiaba de él por haberme mentido sobre sus ojos.
Aún me atemorizaba la hostilidad que emanaba de su persona, todavía se me trababa la lengua
cada vez que imaginaba su rostro perfecto. Era plenamente consciente de que jugábamos en
ligas diferentes, distantes. Por todo eso, no debería estar tan ansiosa por verle.
Necesité de toda mi concentración para caminar sin matarme por la acera cubierta de
hielo en dirección a la carretera; aun así, estuve a punto de perder el equilibro cuando al fin
llegué al coche, pero conseguí agarrarme al espejo y me salvé. Estaba claro, el día iba a ser
una pesadilla.
Mientras conducía hacia la escuela, para distraerme de mi temor a sucumbir, a
entregarme a especulaciones no deseadas sobre Edward Cullen, pensé en Mike y en Eric, y en
la evidente diferencia entre cómo me trataban los adolescentes del pueblo y los de Phoenix.
Tenía el mismo aspecto que en Phoenix, estaba segura. Tal vez sólo fuera que esos chicos me
habían visto pasar lentamente por las etapas menos agraciadas de la adolescencia y aún
pensaban en mí de esa forma. O tal vez se debía a que era nueva en un lugar donde
escaseaban las novedades. Posiblemente, el hecho de que fuera terriblemente patosa aquí se
consideraba como algo encantador en lugar de patético, y me encasillaban en el papel de
damisela en apuros. Fuera cual fuera la razón, me desconcertaba que Mike se comportara
como un perrito faldero y que Eric se hubiera convertido en su rival. Hubiera preferido pasar
desapercibida.
El monovolumen no parecía tener ningún problema en avanzar por la carretera
cubierta de hielo ennegrecido, pero aun así conducía muy despacio para no causar una escena
de caos en Main Street.
Cuando llegué al instituto y salí del coche, vi el motivo por el que no había tenido
percances. Un objeto plateado me llamó la atención y me dirigí a la parte trasera del
monovolumen, apoyándome en él todo el tiempo, para examinar las llantas, recubiertas por
finas cadenas entrecruzadas. Charlie había madrugado para poner cadenas a los neumáticos
del coche. Se me hizo un nudo en la garganta, ya que no estaba acostumbrada a que alguien
cuidara de mí, y la silenciosa preocupación de Charlie me pilló desprevenida.
Estaba de pie junto a la parte trasera del vehículo, intentando controlar aquella
repentina oleada de sentimientos que me embargó al ver las cadenas, cuando oí un sonido
extraño.
Era un chirrido fuerte que se convertía rápidamente en un estruendo. Sobresaltada,
alcé la vista.
Vi varias cosas a la vez. Nada se movía a cámara lenta, como sucede en las películas,
sino que el flujo de adrenalina hizo que mí mente obrara con mayor rapidez, y pudiera
asimilar al mismo tiempo varias escenas con todo lujo de detalles.
Edward Cullen se encontraba a cuatro coches de distancia, y me miraba con rostro de
espanto. Su semblante destacaba entre un mar de caras, todas con la misma expresión
horrorizada. Pero en aquel momento tenía más importancia una furgoneta azul oscuro que
patinaba con las llantas bloqueadas chirriando contra los frenos, y que dio un brutal trompo
sobre el hielo del aparcamiento. Iba a chocar contra la parte posterior del monovolumen, y yo
estaba en medio de los dos vehículos. Ni siquiera tendría tiempo para cerrar los ojos.
Algo me golpeó con fuerza, aunque no desde la dirección que esperaba,
inmediatamente antes de que escuchara el terrible crujido que se produjo cuando la furgoneta
golpeó contra la base de mi coche y se plegó como un acordeón. Me golpeé la cabeza contra
el asfalto helado y sentí que algo frío y compacto me sujetaba contra el suelo. Estaba tendida
en la calzada, detrás del coche color café que estaba junto al mío, pero no tuve ocasión de
advertir nada más porque la camioneta seguía acercándose. Después de raspar la parte trasera
del monovolumen, había dado la vuelta y estaba a punto de aplastarme de nuevo.
Me percaté de que había alguien a mi lado al oír una maldición en voz baja, y era
imposible no reconocerla. Dos grandes manos blancas se extendieron delante de mí para
protegerme y la furgoneta se detuvo vacilante a treinta centímetros de mi cabeza. De forma
providencial, ambas manos cabían en la profunda abolladura del lateral de la carrocería de la
furgoneta.
Entonces, aquellas manos se movieron con tal rapidez que se volvieron borrosas. De
repente, una sostuvo la carrocería de la furgoneta por debajo mientras algo me arrastraba.
Empujó mis piernas hasta que toparon con los neumáticos del coche marrón. Con un seco
crujido metálico que estuvo a punto de perforarme los tímpanos, la furgoneta cayó
pesadamente en el asfalto entre el estrépito de las ventanas al hacerse añicos. Cayó
exactamente donde hacía un segundo estaban mis piernas.
Reinó un silencio absoluto durante un prolongado segundo antes de que todo el mundo
se pusiera a chillar. Oí a más de un persona que me llamaba en la repentina locura que se
desató a continuación, pero en medio de todo aquel griterío escuché con mayor claridad la voz
suave y desesperada de Edward Cullen que me hablaba al oído.
— ¿Bella? ¿Cómo estás?
—Estoy bien.
Mi propia voz me resultaba extraña. Intenté incorporarme y entonces me percaté de
que me apretaba contra su costado con mano de acero.
—Ve con cuidado —dijo mientras intentaba soltarme—. Creo que te has dado un buen
porrazo en la cabeza.
Sentí un dolor palpitante encima del oído izquierdo.
— ¡Ay! —exclamé, sorprendida.
—Tal y como pensaba...
Por increíble que pudiera parecer, daba la impresión de que intentaba contener la risa.