11 de marzo de 2012

Libro Abierto. Part5


Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor
Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a
nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase por el
microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las
cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos seáis
compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de
nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a
apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Jessica durante el
almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal
como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha,
y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que acababa de decir.
Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena
educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros
que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba simpático—.
¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la
insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho
tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una afirmación, no
una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una
manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La
separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a
vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto
interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo
que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco
años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al
profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo
mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que
iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre
me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con
alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y
estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto,
pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia
entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

11 de marzo de 2012

Libro Abierto. Part5


Observé que volvía a apretar los puños al bajar la vista. En aquel momento el profesor
Banner llegó a nuestra mesa para ver por qué no estábamos trabajando y echó un vistazo a
nuestra hoja, ya rellena. Entonces miró con más detenimiento las respuestas.
—En fin, Edward, ¿no crees que deberías dejar que Isabella también mirase por el
microscopio?
—Bella —le corrigió él automáticamente—. En realidad, ella identificó tres de las
cinco diapositivas.
El señor Banner me miró ahora con una expresión escéptica.
— ¿Has hecho antes esta práctica de laboratorio? —preguntó.
Sonreí con timidez.
—Con la raíz de una cebolla, no.
— ¿Con una blástula de pescado blanco?
—Sí.
El señor Banner asintió con la cabeza.
— ¿Estabas en un curso avanzado en Phoenix?
—Sí.
—Bueno —dijo después de una pausa—. Supongo que es bueno que ambos seáis
compañeros de laboratorio.
Murmuró algo más mientras se alejaba. Una vez que se fue, comencé a garabatear de
nuevo en mi cuaderno.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —preguntó Edward.
Me pareció que se esforzaba por conversar un poco conmigo. La paranoia volvió a
apoderarse de mí. Era como si hubiera escuchado mi conversación con Jessica durante el
almuerzo e intentara demostrar que me equivocaba.
—En realidad, no —le contesté con sinceridad en lugar de fingir que era tan normal
como el resto. Seguía intentando desembarazarme de aquella estúpida sensación de sospecha,
y no lograba concentrarme.
—A ti no te gusta el frío.
No era una pregunta.
—Tampoco la humedad —le respondí.
—Para ti, debe de ser difícil vivir en Forks —concluyó.
—Ni te lo imaginas —murmuré con desaliento.
Por algún motivo que no pude alcanzar, parecía fascinado con lo que acababa de decir.
Su rostro me turbaba de tal modo que intenté no mirarle más de lo que exigía la buena
educación.
—En tal caso, ¿por qué viniste aquí?
Nadie me había preguntado eso, no de forma tan directa e imperiosa como él.
—Es... complicado.
—Creo que voy a poder seguirte —me instó.
Hice una larga pausa y entonces cometí el error de mirar esos relucientes ojos oscuros
que me confundían y le respondí sin pensar.
—Mi madre se ha casado.
—No me parece tan complicado —discrepó, pero de repente se mostraba simpático—.
¿Cuándo ha sucedido eso?
—El pasado mes de septiembre —mi voz transmitía tristeza, hasta yo me daba cuenta.
—Pero él no te gusta —conjeturó Edward, todavía con tono atento.
—No, Phil es un buen tipo. Demasiado joven, quizá, pero amable.
— ¿Por qué no te quedaste con ellos?
No entendía su interés, pero me seguía mirando con ojos penetrantes, como si la
insulsa historia de mi vida fuera de capital importancia.

—Phil viaja mucho. Es jugador de béisbol profesional —casi sonreí.
— ¿Debería sonarme su nombre? —preguntó, y me devolvió la sonrisa.
—Probablemente no. No juega bien. Sólo compite en la liga menor. Pasa mucho
tiempo fuera.
—Y tu madre te envió aquí para poder viajar con él —fue de nuevo una afirmación, no
una pregunta. Alcé ligeramente la barbilla.
—No, no me envió aquí. Fue cosa mía.
Frunció el ceño.
—No lo entiendo —confesó, y pareció frustrado.
Suspiré. ¿Por qué le explicaba todo aquello? Continuaba contemplándome con una
manifiesta curiosidad.
—Al principio, mamá se quedaba conmigo, pero le echaba mucho de menos. La
separación la hacía desdichada, por lo que decidí que había llegado el momento de venir a
vivir con Charlie —concluí con voz apagada.
—Pero ahora tú eres desgraciada —señaló.
— ¿Y? —repliqué con voz desafiante.
—No parece demasiado justo.
Se encogió de hombros, aunque su mirada todavía era intensa. Me reí sin alegría.
— ¿Es que no te lo ha dicho nadie? La vida no es justa.
—Creo haberlo oído antes —admitió secamente.
—Bueno, eso es todo —insistí, preguntándome por qué todavía me miraba con tanto
interés.
Me evaluó con la mirada.
—Das el pego —dijo arrastrando las palabras—, pero apostaría a que sufres más de lo
que aparentas.
Le hice una mueca, resistí el impulso de sacarle la lengua como una niña de cinco
años, y desvié la vista.
— ¿Me equivoco?
Traté de ignorarlo.
—Creo que no —murmuró con suficiencia.
— ¿Y a ti qué te importa? —pregunté irritada. Desvié la mirada y contemplé al
profesor deteniéndose en otras mesas.
—Muy buena pregunta —musitó en voz tan baja que me pregunté si hablaba consigo
mismo; pero, después de unos segundos de silencio, comprendí que era la única respuesta que
iba a obtener.
Suspiré, mirando enfurruñada la pizarra.
— ¿Te molesto? —preguntó. Parecía divertido.
Le miré sin pensar y otra vez le dije la verdad.
—No exactamente. Estoy más molesta conmigo. Es fácil ver lo que pienso. Mi madre
me dice que soy un libro abierto.
Fruncí el ceño.
—Nada de eso, me cuesta leerte el pensamiento.
A pesar de todo lo que yo había dicho y él había intuido, parecía sincero.
—Ah, será que eres un buen lector de mentes —contesté.
—Por lo general, sí —exhibió unos dientes perfectos y blancos al sonreír.
El señor Banner llamó al orden a la clase en ese momento, le miré y escuché con
alivio. No me podía creer que acabara de contarle mi deprimente vida a aquel chico guapo y
estrafalario que tal vez me despreciara. Durante nuestra conversación había parecido absorto,
pero ahora, al mirarlo de soslayo, le vi inclinarse de nuevo para poner la máxima distancia
entre nosotros y agarrar el borde de la mesa, con las manos tensas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario