11 de marzo de 2012

PRIMER ENCUENTRO. Parte 1.


Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la
temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había
puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de
despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito
llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad
llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de
aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses.
Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al
cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había
pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad
que se extendía en todas las direcciones.
—Bella —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué
hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las arrugas de la risa.
Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía
permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora
tenía a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en
el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara
perdida, pero aun así...
—Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso de mentir, pero
había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos meses que ahora casi sonaba
convincente.
—Saluda a Charlie de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volveré tan
pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente. Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas de Phoenix a Seattle, y
desde allí a Port Angeles una hora más en avioneta y otra más en coche. No me desagrada
volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente
complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya
me había matriculado en el instituto y me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los
dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle.
Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo
nunca había ocultado mi aversión hacia Forks.

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11 de marzo de 2012

PRIMER ENCUENTRO. Parte 1.


Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la
temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había
puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de
despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de Washington, existe un pueblecito
llamado Forks cuyo cielo casi siempre permanece encapotado. En esta insignificante localidad
llueve más que en cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de
aquel lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos meses.
Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por fin me impuse al
cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres últimos años, Charlie, mi padre, había
pasado sus dos semanas de vacaciones conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y la vitalidad de una ciudad
que se extendía en todas las direcciones.
—Bella —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al avión—, no tienes por qué
hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y las arrugas de la risa.
Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos grandes e ingenuos. ¿Cómo podía
permitir que se las arreglara sola, ella que era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora
tenía a Phil, por supuesto, por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en
el frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se encontrara
perdida, pero aun así...
—Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal eso de mentir, pero
había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos meses que ahora casi sonaba
convincente.
—Saluda a Charlie de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando quieras. Volveré tan
pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente. Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión y ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro horas de Phoenix a Seattle, y
desde allí a Port Angeles una hora más en avioneta y otra más en coche. No me desagrada
volar, pero me preocupaba un poco pasar una hora en el coche con Charlie.
Lo cierto es que Charlie había llevado bastante bien todo aquello. Parecía realmente
complacido de que por primera vez fuera a vivir con él de forma más o menos permanente. Ya
me había matriculado en el instituto y me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su compañía. Ninguno de los
dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos modos, tampoco tenía nada que contarle.
Sabía que mi decisión lo hacía sentirse un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo
nunca había ocultado mi aversión hacia Forks.

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