14 de marzo de 2012

El Prodigio. Part2


— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste
aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó
cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro,
lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa
de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose
entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un
tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas
al lado de tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que
acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a
reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo
crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT
1
y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para
desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con
vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la
cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín.
Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en
la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que me pusieran a
salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me
detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente.
Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el
parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de

Edward, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el
bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos con una gama de
expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de
preocupación por la integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación
que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me
sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente
las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas
separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un
termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para
concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín
por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré
debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla
hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de
los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que
el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras
hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla
izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron a utilizar una
camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de
encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que
no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la
enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la
sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose
por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los
ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la
mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.

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14 de marzo de 2012

El Prodigio. Part2


— ¿Cómo demo...? —me paré para aclarar las ideas y orientarme—. ¿Cómo llegaste
aquí tan rápido?
—Estaba a tu lado, Bella —dijo; el tono de su voz volvía a ser serio.
Quise incorporarme, y esta vez me lo permitió, quitó la mano de mi cintura y se alejó
cuanto le fue posible en aquel estrecho lugar. Contemplé la expresión inocente de su rostro,
lleno de preocupación. Sus ojos dorados me desorientaron de nuevo. ¿Qué era lo que acababa
de preguntarle?
Nos localizaron enseguida. Había un gentío con lágrimas en las mejillas gritándose
entre sí, y gritándonos a nosotros.
—No te muevas —ordenó alguien.
— ¡Sacad a Tyler de la furgoneta! —chilló otra persona.
El bullicio nos rodeó. Intenté ponerme en pie, pero la mano fría de Edward me detuvo.
—Quédate ahí por ahora.
—Pero hace frío —me quejé. Me sorprendió cuando se rió quedamente, pero con un
tono irónico—. Estabas allí, lejos —me acordé de repente, y dejó de reírse—. Te encontrabas
al lado de tu coche.
Su rostro se endureció.
—No, no es cierto.
—Te vi.
A nuestro alrededor reinaba el caos. Oí las voces más rudas de los adultos, que
acababan de llegar, pero sólo prestaba atención a nuestra discusión. Yo tenía razón y él iba a
reconocerlo.
—Bella, estaba contigo, a tu lado, y te quité de en medio.
Dio rienda suelta al devastador poder de su mirada, como si intentara decirme algo
crucial.
—No —dije con firmeza.
El dorado de sus ojos centelleó.
—Por favor, Bella.
— ¿Por qué? —inquirí.
—Confía en mí —me rogó. Su voz baja me abrumó. Entonces oí las sirenas.
— ¿Prometes explicármelo todo después?
—Muy bien —dijo con brusquedad, repentinamente exasperado.
—Muy bien —repetí encolerizada.
Se necesitaron seis EMT
1
y dos profesores, el señor Varner y el entrenador Clapp, para
desplazar la furgoneta de forma que pudieran pasar las camillas. Edward la rechazó con
vehemencia. Intenté imitarle, pero me traicionó al chivarles que había sufrido un golpe en la
cabeza y que tenía una contusión. Casi me morí de vergüenza cuando me pusieron un collarín.
Parecía que todo el instituto estaba allí, mirando con gesto adusto, mientras me introducían en
la parte posterior de la ambulancia. Dejaron que Edward fuera delante. Eso me enfureció.
Para empeorar las cosas, el jefe de policía Swan llegó antes de que me pusieran a
salvo.
— ¡Bella! —gritó con pánico al reconocerme en la camilla.
—Estoy perfectamente, Char... papá —dije con un suspiro—. No me pasa nada.
Se giró hacia el EMT más cercano en busca de una segunda opinión. Lo ignoré y me
detuve a analizar el revoltijo de imágenes inexplicables que se agolpaban en mi mente.
Cuando me alejaron del coche en camilla, había visto una abolladura profunda en el
parachoques del coche marrón. Encajaba a la perfección con el contorno de los hombros de

Edward, como si se hubiera apoyado contra el vehículo con fuerza suficiente para dañar el
bastidor metálico.
Y luego estaba la familia de Edward, que nos miraba a lo lejos con una gama de
expresiones que iban desde la reprobación hasta la ira, pero no había el menor atisbo de
preocupación por la integridad de su hermano.
Intenté hallar una solución lógica que explicara lo que acababa de ver, una explicación
que excluyera la posibilidad de que hubiera enloquecido.
La policía escoltó a la ambulancia hasta el hospital del condado, por descontado. Me
sentí ridícula todo el tiempo que tardaron en bajarme, y ver a Edward cruzar majestuosamente
las puertas del hospital por su propio pie empeoraba las cosas. Me rechinaron los dientes.
Me condujeron hasta la sala de urgencias, una gran habitación con una hilera de camas
separadas por cortinas de colores claros. Una enfermera me tomó la tensión y puso un
termómetro debajo de mi lengua. Dado que nadie se molestó en correr las cortinas para
concederme un poco de intimidad, decidí que no estaba obligada a llevar aquel feo collarín
por más tiempo. En cuanto se fue la enfermera, desabroché el velero rápidamente y lo tiré
debajo de la cama.
Se produjo una nueva conmoción entre el personal del hospital. Trajeron otra camilla
hacia la cama contigua a la mía. Reconocí a Tyler Crowley, de mi clase de Historia, debajo de
los vendajes ensangrentados que le envolvían la cabeza. Tenía un aspecto cien veces peor que
el mío, pero me miró con ansiedad.
— ¡Bella, lo siento mucho!
—Estoy bien, Tyler, pero tú tienes un aspecto horrible. ¿Cómo te encuentras?
Las enfermeras empezaron a desenrollarle los vendajes manchados mientras
hablábamos, y quedó al descubierto una miríada de cortes por toda la frente y la mejilla
izquierda.
Tyler no prestó atención a mis palabras.
— ¡Pensé que te iba a matar! Iba a demasiada velocidad y entré mal en el hielo...
Hizo una mueca cuando una enfermera empezó a limpiarle la cara.
—No te preocupes; no me alcanzaste.
— ¿Cómo te apartaste tan rápido? Estabas allí y luego desapareciste.
—Pues... Edward me empujó para apartarme de la trayectoria de la camioneta.
Parecía confuso.
— ¿Quién?
—Edward Cullen. Estaba a mi lado.
Siempre se me había dado muy mal mentir. No sonaba nada convincente.
— ¿Cullen? No lo vi... ¡Vaya, todo ocurrió muy deprisa! ¿Está bien?
—Supongo que sí. Anda por aquí cerca, pero a él no le obligaron a utilizar una
camilla.
Sabía no que no estaba loca. En ese caso, ¿qué había ocurrido? No había forma de
encontrar una explicación convincente para lo que había visto.
Luego me llevaron en silla de ruedas para sacar una placa de mi cabeza. Les dije que
no tenía heridas, y estaba en lo cierto. Ni una contusión. Pregunté si podía marcharme, pero la
enfermera me dijo que primero debía hablar con el doctor, por lo que quedé atrapada en la
sala de urgencias mientras Tyler me acosaba con sus continuas disculpas. Siguió torturándose
por mucho que intenté convencerle de que me encontraba perfectamente. Al final, cerré los
ojos y le ignoré, aunque continuó murmurando palabras de remordimiento.
— ¿Estará durmiendo? —preguntó una voz musical. Abrí los ojos de inmediato.
Edward se hallaba al pie de mi cama sonriendo con suficiencia. Le fulminé con la
mirada. No resultaba fácil... Hubiera resultado más natural comérselo con los ojos.
—Oye, Edward, lo siento mucho... —empezó Tyler.

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