11 de marzo de 2012

Primer encuentro Part7


Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza.
Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas.
Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor
encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear
el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del
gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra
clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el
señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el
único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis
compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre
había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba
Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no
necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de español, y me
acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi
uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados.
No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los
profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas a quienes me
presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas
por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me
saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete
desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde yo me encontraba.
Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de
comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había
peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente
interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los tres chicos, uno era
fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y
rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello del color de la
miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño

dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o
incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura
preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima sólo por
estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía
aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punta
señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más
pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos
tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras
malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o
se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de
sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo,
eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal
vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como
el semblante de un ángel. Resultaba difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia
perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del resto de los estudiantes
y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja
—el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote grácil, veloz, propio
de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su
bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría considerado
posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
— ¿Quiénes son ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me
había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque
probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más
juvenil, la miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos
oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su
rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera
pronunciado su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera
levantado los ojos en una involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa,
igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se acaba de marchar
se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un
hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su bandeja mientras
desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir
apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí
que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la clase de nombres que tenían
nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, quizá fueran los nombres propios de
un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre
perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de Historia en Phoenix.
—Son... guapos.

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11 de marzo de 2012

Primer encuentro Part7


Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza.
Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas.
Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor
encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear
el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del
gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra
clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el
señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el
único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis
compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre
había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba
Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no
necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de español, y me
acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi
uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados.
No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los
profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas a quienes me
presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas
por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me
saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete
desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde yo me encontraba.
Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de
comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había
peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente
interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los tres chicos, uno era
fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y
rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello del color de la
miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño

dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o
incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura
preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima sólo por
estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía
aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punta
señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más
pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos
tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras
malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o
se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de
sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo,
eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal
vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como
el semblante de un ángel. Resultaba difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia
perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del resto de los estudiantes
y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja
—el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote grácil, veloz, propio
de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su
bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría considerado
posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
— ¿Quiénes son ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me
había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque
probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más
juvenil, la miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos
oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su
rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera
pronunciado su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera
levantado los ojos en una involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa,
igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se acaba de marchar
se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un
hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su bandeja mientras
desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir
apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí
que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la clase de nombres que tenían
nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, quizá fueran los nombres propios de
un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre
perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de Historia en Phoenix.
—Son... guapos.

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