11 de marzo de 2012

Libro abierto. Part4


Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento
estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del
almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de
Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve
unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre, ya que
parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la
puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba
cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la
cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase
de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba
repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos
minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé
unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la
puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado
que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y
despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de
champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios
perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la
semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se
comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me
ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de
llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me
sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar
atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban
desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las
células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente.
No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para
verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.

Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude
contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era
mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería
resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente
el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva.
Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero
antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la
mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. Lo
miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había
necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de
trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por
encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más
fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo
apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el microscopio, pero me acobardó su
caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera comparaban dos
diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Edward... sin
éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la
mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso
color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la
tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más
oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado
tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me
estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.

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11 de marzo de 2012

Libro abierto. Part4


Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento
estuviera vacío.
Me cuidé de no apartar la vista de mi propia mesa durante lo que restaba de la hora del
almuerzo. Decidí respetar el pacto que había alcanzado conmigo misma. Asistiría a clase de
Biología, ya que no parecía enfadado. Tanto me aterraba volver a sentarme a su lado que tuve
unos leves retortijones de estómago.
No me apetecía nada que Mike me acompañara a clase como de costumbre, ya que
parecía ser el blanco predilecto de los francotiradores de bolas de nieve, pero, al llegar a la
puerta, todos, salvo yo, gimieron al unísono. Estaba lloviendo, y el aguacero arrastraba
cualquier rastro de nieve, dejando jirones de hielo en los bordes de las aceras. Me cubrí la
cabeza con la capucha y escondí mi júbilo. Podría ir directamente a casa después de la clase
de gimnasia.
Mike no cesó de quejarse mientras íbamos hacia el edificio cuatro.
Ya en clase, comprobé aliviada que mi mesa seguía vacía. El profesor Banner estaba
repartiendo un microscopio y una cajita de diapositivas por mesa. Aún quedaban unos
minutos antes de que empezara la clase y el aula era un hervidero de conversaciones. Dibujé
unos garabatos de forma distraída en la tapa de mi cuaderno y mantuve los ojos lejos de la
puerta. Oí con claridad cómo se movía la silla contigua, pero continué mirando mi dibujo.
—Hola —dijo una voz tranquila y musical.
Levanté la vista, sorprendida de que me hablara. Se sentaba lo más lejos de mi lado
que le permitía la mesa, pero con la silla vuelta hacia mí. Llevaba el pelo húmedo y
despeinado, pero, aun así, parecía que acababa de rodar un anuncio para una marca de
champú. El deslumbrante rostro era amable y franco. Una leve sonrisa curvaba sus labios
perfectos, pero los ojos aún mostraban recelo.
—Me llamo Edward Cullen —continuó—. No tuve la oportunidad de presentarme la
semana pasada. Tú debes de ser Bella Swan.
Estaba confusa y la cabeza me daba vueltas. ¿Me lo había imaginado todo? Ahora se
comportaba con gran amabilidad. Tenía que hablar, esperaba mi respuesta, pero no se me
ocurría nada convencional que contestar.
— ¿Cómo sabes mi nombre? —tartamudeé.
Se rió de forma suave y encantadora.
—Creo que todo el mundo sabe tu nombre. El pueblo entero te esperaba.
Hice una mueca. Sabía que debía de ser algo así, pero insistí como una tonta.
—No, no, me refería a que me llamaste Bella.
Pareció confuso.
— ¿Prefieres Isabella?
—No, me gusta Bella —dije—, pero creo que Charlie, quiero decir, mi padre, debe de
llamarme Isabella a mis espaldas, porque todos me llaman Isabella —intenté explicar, y me
sentí como una completa idiota.
—Oh.
No añadió nada. Violenta, desvié la mirada.
Gracias a Dios, el señor Banner empezó la clase en ese momento. Intenté prestar
atención cuando explicó que íbamos a realizar una práctica. Las diapositivas estaban
desordenadas. Teníamos que trabajar en parejas para identificar las fases de la mitosis de las
células de la punta de la raíz de una cebolla en cada diapositiva y clasificarlas correctamente.
No podíamos consultar los libros. En veinte minutos, el profesor iba a visitar cada mesa para
verificar quiénes habían aprobado.
—Empezad —ordenó.
— ¿Las damas primero, compañera? —preguntó Edward.

Alcé la vista y le vi esbozar una sonrisa burlona tan arrebatadora que sólo pude
contemplarle como una tonta.
—Puedo empezar yo si lo deseas.
La sonrisa de Edward se desvaneció. Sin duda, se estaba preguntando si yo era
mentalmente capaz.
—No —dije, sonrojada——, yo lo hago.
Me lucí un poquito. Ya había hecho esta práctica y sabía qué tenía que buscar. Debería
resultarme sencillo. Coloqué la primera diapositiva bajo el microscopio y ajusté rápidamente
el campo de visión del objetivo a 40X. Examiné la capa durante unos segundos.
—Profase —afirmé con aplomo.
— ¿Te importa si lo miro? —me preguntó cuando empezaba a quitar la diapositiva.
Me tomó la mano para detenerme mientras formulaba la pregunta.
Tenía los dedos fríos como témpanos, como si los hubiera metido en un ventisquero
antes de la clase, pero no retiré la mano con brusquedad por ese motivo. Cuando me tocó, la
mano me ardió igual que si entre nosotros pasara una corriente eléctrica.
—Lo siento —musitó y retiró la mano de inmediato, pero alcanzó el microscopio. Lo
miré atolondrada mientras examinaba la diapositiva en menos tiempo aún del que yo había
necesitado.
—Profase —asintió, y lo escribió con esmero en el primer espacio de nuestra hoja de
trabajo. Sustituyó con velocidad la primera diapositiva por la segunda y le echó un vistazo por
encima.
—Anafase —murmuró, y lo anotó mientras hablaba.
Procuré que mi voz sonara indiferente.
— ¿Puedo?
Esbozó una sonrisa burlona y empujó el microscopio hacia mí.
Miré por la lente con avidez, pero me llevé un chasco. ¡Maldición! Había acertado.
— ¿Me pasas la diapositiva número tres? —extendí la mano sin mirarle.
Me la entregó, esta vez con cuidado para no rozarme la piel. Le dirigí la mirada más
fugaz posible al decir:
—Interfase.
Le pasé el microscopio antes de que me lo pudiera pedir. Echó un vistazo y luego lo
apuntó. Lo hubiera escrito mientras él miraba por el microscopio, pero me acobardó su
caligrafía clara y elegante. No quise estropear la hoja con mis torpes garabatos.
Acabamos antes que todos los demás. Vi cómo Mike y su compañera comparaban dos
diapositivas una y otra vez y cómo otra pareja abría un libro debajo de la mesa.
Pero eso me dejaba sin otra cosa que hacer, excepto intentar no mirar a Edward... sin
éxito. Lo hice de reojo. De nuevo me estaba observando con ese punto de frustración en la
mirada. De repente identifiqué cuál era la sutil diferencia de su rostro.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —le solté sin pensarlo.
Mi inesperada pregunta lo dejó perplejo.
—No.
—Vaya —musité—. Te veo los ojos distintos.
Se encogió de hombros y desvió la mirada.
De hecho, estaba segura de que habían cambiado. Recordaba vividamente el intenso
color negro de sus ojos la última vez que me miró colérico. Un negro que destacaba sobre la
tez pálida y el pelo cobrizo. Hoy tenían un color totalmente distinto, eran de ocre extraño, más
oscuro que un caramelo, pero con un matiz dorado. No entendía cómo podían haber cambiado
tanto a no ser que, por algún motivo, me mintiera respecto a las lentillas. O tal vez Forks me
estaba volviendo loca en el sentido literal de la palabra.

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